Durante muchos años, el puente más icónico de Bilbao apareció en los callejeros como puente de los Príncipes de España. Pero nadie lo llamaba así. Desde su inauguración en 1972, para los bilbaínos ha sido siempre el puente de La Salve –su nombre oficial desde 2016-, por levantarse en el recodo de la ría desde donde, según la leyenda, los marineros que regresaban a puerto divisaban por primera vez la Basílica de Nuestra Señora de Begoña y rezaban una “salve” a la virgen. Hoy, informalmente, es también “el puente del Guggenheim”, pues el museo lo ‘abraza’ por debajo para levantar una torre del otro lado e integrar el viaducto en el conjunto, convirtiéndolo así en el más fotografiado de Bilbao.
El deseo del arquitecto canadiense Frank Gehry de integrar su museo, inaugurado en 1997, en la historia y cultura de Bilbao, ha hecho que el puente haya sido absorbido por el espíritu artístico y vanguardista del Guggenheim. De hecho, es posible acceder a ambos lados del puente desde el propio museo. Este nuevo espíritu moderno de La Salve se acabó de forjar en 2007 con la inauguración por el 10º aniversario del Guggenheim de la obra Arcos rojos, del artista francés Daniel Buren, instalada sobre la estructura de los pilares del puente. Su forma imponente se recorta contra el lienzo gris del habitual cielo plomizo de Bilbao y, por la noche, el pórtico se enciende en fantásticos juegos de luces.
Esta obra, sin embargo, no ha estado exenta de polémica. Pese a que su presencia ya se ha normalizado en el paisaje de Bilbao, en la última década notables arquitectos e ingenieros han criticado que los arcos rojos arrebatan protagonismo al museo, bloqueando algunas de sus perspectivas y desentonando con su elegante arquitectura deconstructivista.
Un puente pionero en la España de los 70
Los comienzos del puente de La Salve, abierto el 9 de enero de 1972, fueron más terrenales. Se construyó para permitir la circulación de vehículos y descongestionar así el cercano puente del Ayuntamiento. Obra del ingeniero Juan Batanero, era el primero que se inauguraba desde la Guerra Civil, cuando todos los de la ciudad fueron volados para ser reconstruidos después, y se convirtió en unos de los más avanzados de la España de Franco. Hasta entonces nunca se había utilizado en el país el sistema de cables atirantados, y su tablero metálico constituyó otra gran novedad. Su notable altura, 23 metros, fue concebida para permitir el paso a todo tipo de embarcaciones en tiempos en los que aún algunos barcos remontaban la ría del Nervión hasta el Casco Viejo. La ventaja era que para ello no hacía falta cortar el tráfico rodado como sí ocurría en los levadizos puentes del Ayuntamiento y de Deusto, lo que entonces estaba generando un grave problema de tráfico en un Bilbao con cada vez más coches.
Desde 2008, los peatones pueden subir al puente utilizando gratuitamente sus dos ascensores, que fueron instalados en 1988. Desde lo alto, un vistazo en dirección a la Basílica de Begoña nos trae a la mente a aquellos marineros vascos que regresaban a casa, agradecidos a la virgen, tras jugarse la vida en el mar. En la Plaza de la Salve, junto al puente, un monumento de Agustín de la Herrán instalado en 1974 les rinde homenaje.