En el corazón del Parque Federico García Lorca, entre jardines, árboles frutales y un sempiterno olor a jazmín, se erige como un fantasma del pasado la Huerta de San Vicente, casa-museo inaugurada en 1995 en homenaje al poeta más universal de la Generación del 27. Y es que la antigua residencia de verano de los García Lorca, que conserva en buena parte los objetos originales y la disposición que el escritor conoció en los largos estíos que pasó allí entre 1926 y 1936, es un lugar mágico donde sus recuerdos reviven. El piano de media cola, con el que el poeta componía canciones para sus sobrinos, su antiguo gramófono o el escritorio de su habitación, donde escribió o corrigió obras de madurez como Romancero Gitano (1928) y Bodas de Sangre (1932), impregnan la visita de un aire melancólico que atraviesa los años y las décadas. La tarde del 9 de agosto de 1936, García Lorca abandonó precipitadamente y para siempre la Huerta de San Vicente: buscaba refugio tras el comienzo de las hostilidades de la Guerra Civil en casa de los Rosales, una familia amiga de filiación falangista. A los pocos días, sería detenido y después fusilado en el Barranco de Víznar, a las afueras de Granada.

  1. El Parque Federico García Lorca
  2. La casa-Museo: El tiempo detenido en 1936

El Parque Federico García Lorca, comienzo de un paseo ‘lorquiano’

Tomando el Paseo de los Tilos, que comienza en la entrada principal al parque desde la calle Arabial, nos introducimos en este recinto de 71.500 metros cuadrados que rodea la Huerta de San Vicente, la antigua residencia de veraneo de los García Lorca. La compra de la casa a la familia por parte del Ayuntamiento de Granada, en 1985, fue el pistoletazo de salida de este proyecto de homenaje al poeta, que se inauguraría 10 años después.

Aunque el Paseo de los Tilos lleva en línea recta al antiguo caserón, siempre existe la opción de salir del camino principal para perderse antes en alguna de las atracciones del parque, entre las que destacan sus jardines neoplasticistas, sus huertas y acequias, su estanque y una de las mayores rosaledas de Europa. La antigua casa es, sin embargo, la protagonista indiscutible del espacio, que se ha desarrollado alrededor de la finca de recreo de 19.000 metros cuadrados que Federico García, padre del poeta, compró en 1925. Si bien dicha huerta ya aparecía en censos de los siglos XVII y XIX registrada con otros nombres -Los Marmolillos, Los Mudos…-, los García Lorca la llamarían Huerta de San Vicente en honor a la matriarca familiar, Vicenta Lorca.

A medida que la silueta de la fachada se hace más grande, nos invadirá –especialmente de noche- el “prodigioso” olor de los jazmines y otras muchas flores, un punto en el que Lorca insistió en varias de las cartas que escribió a sus amigos desde la casa. “Hay tantos jazmines en el jardín y tantas damas de noche que por la madrugada nos da a todos en casa un dolor lírico de cabeza”, escribía a Jorge Guillén en 1926.

La casa-museo: el tiempo detenido en 1936

La facha principal del edificio sigue igual que cuando la familia García Lorca sacaba a la entrada unas tumbonas para tomar el fresco en las noches de verano. La puerta y contraventanas de madera ya eran verdes entonces, aunque eso no pueda apreciarse en las fotografías en blanco y negro. Los balcones, en cambio, disfrutaban de unas vistas del Albaicín, la Alhambra y Sierra Nevada que hoy son imposibles por los nuevos bloques de viviendas. Una visita guiada de una media hora, que se realiza de martes a domingo, nos lleva en su recorrido por las diferentes estancias a un mundo que se quebró abruptamente con el asesinato de García Lorca en 1936: la familia, que ya no pasaría aquí más veranos, se exilió finalmente en 1942 a Estados Unidos.

Cuando el Ayuntamiento de Granada compró la casa en 1985, las únicas pistas de los objetos y la disposición originales de aquella época fueron una serie de fotografías realizadas por el escritor Eduardo Blanco-Amor durante una visita en 1935, y algunas imágenes de otros lugares donde vivieron los García Lorca en las que se reconocen algunos muebles y elementos decorativos. Aunque el aspecto global actual es muy similar al que pudo ver el poeta granadino, el Patronato Municipal Huerta de San Vicente hace una clara distinción entre los objetos originales y los que se han colocado para crear un ambiente de época.

Es original, por ejemplo, el espejo con marco art decó que preside la amplia sala de estar, donde en una fotografía de época se ve a Federico García Lorca sentado junto a su madre. También lo son las mecedoras y las sillas Thonet, por las que hoy mataría todo local vintage que se precie. En la sala anexa, sigue ahí, en silencio, el piano frente al que el artista granadino, que en su juventud quiso ser músico antes que poeta y fue alumno de Manuel de Falla, tantas tardes pasó. También está su antiguo gramófono: “Federico ponía muchos discos de música clásica, sobre todo de Bach y Mozart, y cante jondo. […] Hay que decir que si él no pedía silencio, nosotros también sufríamos su insistencia en oír una y otra vez la misma música”, recordaba su hermana pequeña, Isabel García Lorca, en su libro de memorias Recuerdos míos, publicado en 2002.

En el piso de arriba, donde estaban el baño y los dormitorios de los padres y hermanos de Lorca, se ubica hoy una sala de exposiciones que, además de acoger varias muestras temporales, mantiene permanentemente una serie de dibujos, manuscritos y fotografías originales del poeta. Sí se ha conservado, al fondo, la habitación de Federico García Lorca, que mantiene su simple distribución de antaño: una cama, un balcón, un cartel del grupo de teatro La Barraca, con el que recorrió toda España representando obras clásicas en tiempos de la II República, y el mismo escritorio donde dio rienda suelta a la mariposa de su imaginación tantos veranos. “[Por las noches] Federico no se dormía, abría su balcón, echaba la persiana y se ponía a escribir según él hasta que entraba la luz, cerraba el balcón y entonces se dormía”, contaba su hermana Isabel en sus memorias. “Yo entraba en su cuarto cuando él salía a leer lo que había escrito. Siempre me producía sorpresa y admiración, y él entraba y me preguntaba: “¿Te gusta?”, y yo contestaba: “Sí, pero no sé por qué”, y él me contestaba: “Basta y sobra, como te puede gustar un cuadro, una música, un paisaje”. Abría mucho sus penetrantes ojos y se quedaba muy serio”.