En el municipio de Oñate, en pleno Parque Natural de Aizkarri-Aratz, se localiza el santuario de Aránzazu, a unos 30 kilómetros de San Sebastián. En la historia de este lugar no faltan desafortunados sucesos. La basílica que hoy se presenta ante nosotros, reconstruida en la década de 1950, también estuvo rodeada de polémica en su momento por atreverse con un lenguaje constructivo totalmente novedoso.

Hoy en día, esta obra implica una gran modernidad en lo que al arte religioso se refiere. En ella han participado artistas de tanto renombre como Oteiza o Chillida. Tanto el santuario de Aránzazu como sus alrededores bien merecen una jornada de peregrinaje. Vamos a sumergirnos entre su pasado y su leyenda.

Un santuario y monasterio para venerar a la virgen de Aránzazu

Aquí se venera a la virgen de Aránzazu, cuyo nombre ya nos remite a los primeros misterios relacionados con la aparición de esta pequeña talla. Se cree que fue el pastor Rodrigo de Balzategui el que descubrió esta imagen de la Virgen con el Niño entre abundantes arbustos de espinos. Sorprendido, exclamó: Arantzan zu? La traducción vendría a significar algo así como ¿en los espinos tú?

Este hecho habría sucedido entre 1468 y 1469, cuando la región estaba enfrascada en las Guerras de Bandos. Al aparecer la escultura, se tomó como una señal. Rodrigo de Balzategui avisó rápidamente de su hallazgo y contó que debían construir una ermita. Tras varias disputas entre diferentes comunidades religiosas sobre quien debería hacerse cargo del sitio, en 1514 el santuario pasa a ser posesión de los franciscanos.

 

 

En 1553, cuando la primitiva iglesia y las estancias monacales por fin están terminadas, un violento incendio arrasa con todo. Al tener que reconstruir el edificio por completo, se aprovecha para hacer una obra acorde con el volumen de peregrinaciones que llegaba. Su fama sigue en aumento, pero en 1622 de nuevo las llamas dan al traste con la construcción recién acabada del monasterio.

A finales del siglo XVIII se levanta una nueva hospedería para acoger a los cada vez más numerosos peregrinos. Sin embargo, la mala suerte del santuario no había terminado. Durante la primera Guerra Carlista, en 1834, los liberales prenden fuego al lugar destruyendo por completo todas las edificaciones. Poco después se aprueban las obras de reedificación y los franciscanos vuelven a Aránzazu, en 1878. Con la entrada del siglo XX llega el momento dorado en el plano arquitectónico. La elección de Pablo Lete como nuevo director provincial de la orden será crucial para que vea la luz la nueva basílica del santuario de Aránzazu, la que hoy se levanta ante nosotros.

La basílica de Aránzazu, una cita artística única en el mundo

Santuario de Arantzazu
Vistas de Arantzazu desde la montaña Aitzabal

En 1950 se convoca un concurso para construir la nueva iglesia. De los catorce proyectos, se alza vencedor el de Francisco Sáenz de Oiza y Luis Laorga, eminentes arquitectos del Colegio de Madrid. Sus propios creadores afirmarán que no buscan líneas refinadas, sino que quieren una obra en consonancia con su entorno natural, robusta y sencilla.

Así, surge una construcción propia de montaña, usando piedra, hormigón y acero. Esto suponía una ruptura total con los cánones establecidos. Una innovación en estado puro que no estuvo exenta de críticas. Finalmente, la nueva basílica se abre al público en 1955. Podemos observar una planta de cruz latina, con catorce capillas alrededor. Lo único que se conserva original es el camarín de la Virgen, dado su significado.

Exteriormente, el conjunto está formado por tres esbeltas torres: la del campanario algo más alejada, y las otras dos que sirven de marco a la fachada. El gran impacto visual viene por la talla en punta de diamante de estos torreones. Una vez concluido el edificio, quedaba pendiente la decoración del mismo, y ahí es donde entran en juego los principales artistas del momento.

El polémico programa ornamental del santuario de Aránzazu

Si la morfología del edificio en sí ya constituye toda una sorpresa, el genio creativo que se reúne para ser partícipe del embellecimiento de la basílica es un momento único en la Historia.

  • La fachada principal de Jorge Oteiza.

Este encargo supuso todo un drama en la carrera del escultor, uno de los máximos representantes de la vanguardia en los años 50. Tras comenzar la obra, esta se censuró y se prohibió durante catorce años. La espiritualidad y la reflexión sobre el vacío existencial que Oteiza quería reflejar con sus tallas, suponía una ruptura total con la tradición religiosa.

Las esculturas inacabadas estuvieron durante años tiradas al borde de la carretera que conducía hasta el santuario, causando un profundo dolor en el artista. Por fortuna, en 1968 Oteiza acepta volver y el friso se coloca en 1969. Catorce apóstoles, para simbolizar una comunidad abierta, de piedra caliza y tres metros de altura cada uno, se presentan unidos y como si flotaran en el aire. Sin adornos, vacíos para poder llenarse de Dios.

Coronando la fachada, Oteiza coloca una Piedad que grita al cielo con el hijo muerto a sus pies. No hay artificio, la piedra se convierte en algo puramente espiritual.

  • Las puertas de Eduardo Chillida. El artista donostiarra, conocido como “el arquitecto del vacío”, se encargará de las puertas de acceso a la basílica de Aránzazu. Las ejecuta en hierro, uno de sus materiales predilectos. Juega con chapas superpuestas para conseguir volumen en las diferentes formas geométricas. En esta excepcional obra, de carácter abstracto, Chillida quiere que las puertas funcionen como esculturas en sí. Afirma que se inspiró en la simbología del sol para homenajear a la orden franciscana.
  • Las vidrieras de Fray Javier Álvarez de Eulate. Inspirado por Zuloaga y Oteiza, las obras de este artista franciscano nadan entre lo figurativo y lo abstracto, como reflejan las bellas vidrieras que crea para el santuario. Quería crear un ambiente que invitara al recogimiento, a la oración, con predominio del color azul. Las formas en las cristaleras evocan el espino donde apareció la imagen de la Virgen o las montañas que rodean al santuario, creando un equilibrio perfecto con el interior.
  • Las pinturas. Lucio Muñoz se inspira en el paisaje de Aránzazu para crear en el ábside una auténtica Capilla Sixtina del siglo XX, realizada en madera tallada policromada, a modo de retablo. En la cripta, Néstor Basterretxea sufrirá también la mano de la censura en sus creaciones, hasta poder concluirlas en 1984. Aquí contemplarás dieciocho murales de una gran libertad creativa, donde destaca el gran Cristo rojo que rompe con todo lo establecido hasta el momento. En el camarín, el franciscano Xabier Egaña decora el espacio con unos maravillosos paneles de influencia cubista y colores expresionistas, inspirados en el Libro de Job.

En el santuario de Aránzazu no solo importa la espiritualidad del entorno, sino que la construcción es de una relevancia artística absolutamente capital. Luchando contra la censura, sus artífices salieron victoriosos para crear un nuevo lenguaje, una obra en consonancia con el espacio, un auténtico icono de la arquitectura religiosa de vanguardia.