Mientras la catedral y la Giralda concentran buena parte del volumen de turistas llegados a Sevilla, a escasos metros nace el barrio de Santa Cruz, la antigua judería de la ciudad y uno de los rincones más bellos de la capital andaluza.
Pese a su reducida extensión, el viajero que ingrese al mismo sin hacer uso de un mapa, o de su smartphone, posiblemente pierda el sentido de la orientación entre sus callejones zigzagueantes. No hay problema. Al igual que ocurre con otros distritos famosos, como el Trastevere romano o Alfama (en Lisboa), la mejor forma de recorrer el barrio de Santa Cruz es guiándose por el instinto y caminando sin rumbo, dejándose sorprender por sus angostas calles —que en ocasiones se ensanchan levemente para dar con una plaza diminuta—, contemplando los azulejos típicos de sus iglesias, asomándose por las rejas para admirar con cierta envidia esos patios privados que huelen a jazmín y azahar, y cuyos geranios le otorgan un colorido único.
Esto y mucho más es el barrio de Santa Cruz, el lugar idear para deambular en compañía o en solitario. Además, la estrechez de sus calles garantiza resquicios de sombra, un bien más que preciado si tenemos en cuenta las temperaturas que pueden alcanzarse en Sevilla en temporada estival.
El barrio de Santa Cruz en la historia de Sevilla
Lo que hoy en día conocemos como barrio de Santa Cruz no era más que el límite de la antigua Híspalis en época romana. De hecho, en la calle Mármoles, ubicada a corta distancia del término del barrio, se conserva un testimonio de aquella etapa, las tres columnas de un templo romano del siglo II d.C.
Asimismo, durante el periodo de dominación almohade el barrio no existía como tal, siendo conocida esta zona, una planicie situada entre las puertas de la Carne y de Jerez, como Alcázar de la Bendición. Sería a partir de 1248, fecha en la que Fernando III reconquistó Sevilla, cuando los judíos comenzaron a instalarse en este sector de la ciudad, recibiendo además permiso para que tres de las antiguas mezquitas fueran empleadas como sinagogas; el resto se convirtieron en iglesias. De este modo, Sevilla albergó la segunda comunidad judía más importante de la península, por detrás tan solo de la de Toledo.
Sin embargo, el hecho de que se extendiera la práctica de la usura entre los comerciantes hebreos despertó enemistades entre los vecinos cristianos, quienes en 1391 protagonizaron un gran asalto que puso fin al control judío del barrio. A partir de ese momento, muchas viviendas judías pasaron a ser propiedad de los cristianos, ocurriendo lo mismo con las tres sinagogas citadas, que se convirtieron en las iglesias de Santa Cruz, Santa María la Blanca y San Bartolomé. Así pues, en un corto periodo de tiempo estas edificaciones cambiaron dos veces su función, pasando de mezquitas a sinagogas, y de sinagogas a templos cristianos. Otro ejemplo de cómo a lo largo de la historia los espacios sacros han tenido una especial significación y se han ido reutilizando por diversas religiones.
Durante los años previos a la Exposición Iberoamericana de 1929, la continuidad del barrio de Santa Cruz como hoy lo conocemos peligró, pues se consideró la posibilidad de trazar dos grandes vías, las cuales, de haberse ejecutado, habrían modificado en gran medida la histórica distribución del distrito. Por suerte, el marqués de Vega Inclán impuso su criterio y evitó la dramática intervención.
El callejón del Agua, el pasaje más romántico de Sevilla
El barrio de Santa Cruz recoge entre sus arcanos edificios de gran relevancia histórica, como el Hospital de los Venerables, y elementos urbanos que destacan por su belleza, como la recoleta plaza de Santa Cruz, donde se encontraba el templo que dio nombre al barrio, hasta que fue derribado en 1811, durante la invasión francesa. Sin embargo, si nos obligaran a elegir un solo rincón de este barrio único, muy probablemente nos decantaríamos por el callejón del Agua, también llamado calle del Agua (que es su denominación oficial) e incluso Muro del Agua.
Situado entre la plaza de Alfaro y la calle Vida, los 140 metros del callejón representan un viaje sensorial que discurre junto a la muralla del Real Alcázar, a la sombra de sus torres y almenas, mientras que en el lado contrario se suceden las viviendas privadas, algunas de las cuales disponen de patios concebidos como verdaderas explosiones vegetales. Es lo que sucede en la casa ubicada en el número 2, donde una placa ejecutada por el célebre escultor valenciano Mariano Benlliure recuerda que allí residió el viajero romántico Washington Irving, autor de los Cuentos de la Alhambra y enamorado confeso de Andalucía.
El Patio de las Banderas, la mejor fotografía de la Giralda
La calle Judería arranca donde termina el callejón del Agua y nos permite, atravesando un pequeño túnel, llegar al Patio de las Banderas, la agradable plaza donde finaliza la visita a los Reales Alcázares y en la que se puede disfrutar de una de las panorámicas más bellas de la Giralda. Para ello, bastará con atravesar el patio de extremo a extremo y detenernos junto a la puerta que se encuentra en la esquina noroeste. Veréis que su arco de medio punto constituye un excelente marco, permitiendo encuadrar tanto el esbelto minarete de la antigua mezquita sevillana como el ábside renacentista de la Capilla Real, uno de los añadidos posteriores a la fábrica gótica.
Atravesando esta puerta llegamos a la plaza del Triunfo, que desemboca asimismo en la plaza de la Virgen de los Reyes. Llegados a este punto y tras haber callejeado por el siempre sorprendente barrio de Santa Cruz, lo mejor es concluir nuestra visita disfrutando del tapeo en alguno de los bares que abarrotan la calle Mateos Gago. La concentración de establecimientos gastronómicos en pocos metros es abrumadora, pero no os relajéis, no será tan fácil encontrar una mesa o un hueco en la barra donde tomarse un serranito y una caña bien fría.